Son 89 recetas que aparecen en los libros de George Simenon, creador del famoso investigador y de sus aventuras y que compartía con él su gusto por la buena comida
La pregunta más usual que formula a lo largo de sus pesquisas el corpulento, astuto y compasivo comisario Maigret es “¿Qué comemos?”. Y hasta lo que huele en las cocinas le proporciona en más de una ocasión pistas para resolver un caso. Es glotón. No es culpa suya.
Por un lado, está la destreza de su mujer, Louise Leonard, que, por su ascendencia alsaciana, le permite dominar tanto el recetario francés como el belga; por otra, está la condición de particular gourmand de su creador, Georges Simenon: los conocedores de la compleja biografía del gran escritor belga detectan fácilmente cómo traspasa a su criatura los gustos alimenticios más íntimos.
Maigret compra en una ocasión en una papelería, para bajar las barreras de la dueña a la que quiere sonsacar, dos grandes libretas de cubiertas rojas. Louise destinará una para pegar los recortes de prensa dedicados a los casos de su marido; la otra, para anotar recetas de cocina, especialmente de platos que le han gustado a su esposo cuando los ha comido por esos barrios y pueblos que transita durante sus pesquisas.
Azarosamente o no, rojas son también las cubiertas de Simenon i Maigret s’entaulen, de Robert J. Courtine, el que fuera gran crítico gastronómico de Le Monde y amigo del escritor, que hace acopio de los placeres que en la mesa experimentaron creador y criatura, amén de recopilar 89 recetas de platos, cocinados mayormente por la señora Maigret, que aparecen en las 103 obras que protagoniza uno de los policías más carismáticos de la literatura universal. Una delicia que ahora edita en catalán Vibop Edicions.
Cuesta distinguir a quién responden las actitudes y el paladar, si a Simenon o a Maigret. Así, no es de extrañar que desde su primera aparición en Pietr, el letón (1931) Maigret esté siempre con la nariz en dos sitios: en un caso y en lo que sale de la cocina doméstica. Es lo que ocurría en casa del propio Simenon, cuando chico: “La sopa del mediodía hervía ya desde las siete de la mañana, cociéndose durante horas a fuego lento”, evocaba el escritor, que de niño acompañaba a su madre al mercado por productos frescos; también es asiduo de esos puestos el comisario.
De padre valón y madre flamenca, Simenon comió de lo mejor de ambos mundos, un paseo de las cabañas a los palacios gustativos: bistec como “suelas de zapato”, muchas patatas fritas (al menos, tres veces a la semana), no menos mejillones a la marinera y poco verde (sólo los guisantes se salvaban) eran las referencias y peticiones del progenitor; los estofados y todo plato que requiriese chup-chup venía por la vía materna.
Cuando en 1922, con 19 años de edad, el que fuera alumno jesuita, librero y periodista de La Gazzette de Liège decidió ir a vivir a París intentó mantener el sencillo pero buen comer. No le fue fácil: como el dinero no alcanzaba, el estudio que alquiló no tenía cocina y el camembert con pan se convirtió a menudo en el plato del día; a veces, le podía la nostalgia y se calentaba con un hornillo algunas tripas y menudillos, motivo de su expulsión cuando la dueña lo descubrió.
Amante del pescado crudo y los arenques en escabeche, Simenon fue siempre defensor y degustador de comidas sencillas y sinceras únicamente factibles en bistrós y restaurantes de barrio, en menús de locales regentados por una mujer que cocina platos tradicionales mientras el marido sirve las mesas y el vino. Todo fresco y hecho al momento. Algo modesto, cercano, traslación gastronómica quizá de esa comprensión humana que Maigret siente siempre por los criminales, a los que nunca juzga. “La cocina moderna combina mejor con muebles hinchables”, descalificaría el autor la sofisticada y galopante nouvelle cuisine.
Maigret hereda miméticamente esas rutas gastronómicas, así como, amén de la pipa y el gusto por el calvados, la caña de cerveza bien fría y el relamerse con las cocas de arroz, las crêpes y los flanes, que es lo que las tías y la madre del escritor le preparaban ritualmente cuando estaba en cama si caía enfermo. Todo eso revive en el comisario, siempre cuidado por una Louise, al pie de los fogones, que hace de mamaíta de ese hombretón al que conoció, cómo no, ante una mesa: cuando sus tíos, con los que ella vivía, invitaron a cenar a un joven Maigret que acababa de ascender de policía de tráfico a secretario de un comisario. “Mi amor ideal es Madame Maigret”, respondía en las entrevistas Simenon, prolífico seductor, cuando le preguntaban por su prototipo de mujer: la habilidad culinaria se imponía.
Hay mucha mantequilla y crema de leche, visto a dieta de hoy, en las 89 recetas recogidas en 11 categorías (sopas, marisco, caza, menudillos…), pero todas son de sencilla sofisticación (hay dos mayonesas: para pescado y carne) y van desde una humilde tortilla de finas hierbas a una generosa bullabesa, pasando por un conejo de bosque salteado con fideos frescos y una pintada con costra a un bogavante con crema fresca, en un generoso abanico del repertorio gastronómico tradicional belga y francés. Los vinos, mayormente francófonos, que el inspector tomaba con esos platos cierran siempre la propuesta.
Simenon, un punto pantagruélico como Maigret, paseó por los países conociendo cocinas de todo tipo, pero en los últimos años de su vida regresó a los platos más sencillos: pollo a la cazuela y asado de ternera se convirtieron en los habituales y preferidos. Aunque la huella estaba ya dejada: 11 restaurantes de París lucen una placa donde alardean de haber contado con alguno de los dos como huésped de honor, incluido el exquisito Fouquet’s, que el escritor lo citó más de cincuenta veces en sus obras y desde el que Maigret acabaría cerrando más de un caso tratado con todos los honores, pero en el que en diciembre de 1922 el jovencito Simenon no pudo permitirse ni entrar.
Platos catalanes
El aroma de Georges Simenon y, por ende, del comisario Maigret, se puede reseguir en la cultura catalana. Un escritor gourmet y gourmand como Néstor Luján y otro aparentemente mucho menos exquisito, pero tanto o más exigente en la mesa, como Josep Pla, eran fans del autor belga. Mientras éste jugaba un día a petanca, el ampurdanés se le acercó en marzo de 1937 (había descubierto su obra en el otoño de 1936, en Marsella) y acabaron comiendo juntos. Ambos se declararon, claro, defensores a ultranza de la cocina doméstica y local, según apunta el estudioso de la obra del autor de ‘El que hem menjat’, Xavier Pla, en su prólogo a Simenon i Maigret s’entaulen. Otro ‘plato’ catalán está en la figura alta, casi un centenar de quilos, pipa también en ristre y aire payés en la que Simenon creyó ver a la encarnación de su Maigret: era el escritor y editor catalán Ferran Canyameres. Exiliado en París, en 1942 le propuso traducir su obra al catalán y al castellano. Doce libros al año, un único traductor, derechos por adelantado: empresa imposible, como quedó demostrado 112 heroicos títulos después bajo el sello Albor, que acabaron arruinando a Canyameres, algo insólito entre los editores mundiales del padre de Maigret.
Fuente: El País de España