Más que una salsa espesa amarilla condenada a estar detrás del kétchup en el fast food, la mostaza es ingrediente indispensable entre los amantes de la buena mesa
En Francia la mostaza es un culto. Y, no, no todas valen para lo mismo. Su ensalzada mostaza de Dijon, la más famosa de todas las variedades, lleva semillas de mostaza, vinagre, sal y agua, es de color amarillo pálido y tiene un aroma penetrante y picante, que puede recordarte al wasabi. Funciona muy bien para acompañar a carnes, pescados o tartares, y existen dos variantes: À l’ancienne, de textura granulada, y la cremosa, más habitual.
También es famosa la de Burdeos, con menos vinagre, azúcar y hierbas aromáticas, como estragón o tomillo. Su color tiende a marrón y se emplea para condimentar marinados y salsas oscuras o como acompañamiento para carnes a la parrilla; y la de Düsseldorf, intensa y picante que suele acompañar carnes y ensaladas. Pero no es la más conocida de Alemania. Allí reina la mostaza bávara, dulce porque lleva miel y azúcar, y unida indisolublemente a las salchichas blancas, las Weisswurst de la Oktoberfest.
La mostaza inglesa puede llevar yema de huevo o pasta de anchoa y se usa para aderezar pescados; y la americana, muy amarilla, con bastante azúcar, especias -sobre todo cúrcuma que potencia el color-, de sabor más bien ácido pero suave, es el acompañamiento habitual de hamburguesas y perros calientes.
Origen. La mostaza es una planta crucífera, como la rúcula o la coliflor, y aunque las únicas especies relevantes para la cocina y la farmacia son la blanca, la negra y la salvaje, son muchas más que tres. De la blanca se comen las hojas, cuyo sabor recuerda al del berro, y con sus semillas se elabora la mostaza americana que adereza la hamburguesa. Con las de la negra se hacen salsas y con las de la silvestre, la menos potente de las todas, salmueras y chucrut.
Aunque romanos y griegos ya la conocían, su despegue en Europa llega con la Edad Media. Cremona, en Italia, y Dijon, en Francia, se convirtieron en los epicentros de su cultivo. Aún hoy, 50% de su producción sale de esa ciudad gala y está disponible el año entero.
Debe estar en nevera una vez abierto el envase que la contiene y se debe saber que, aunque las hojas sí tienen un fino sabor picante, las semillas secas no. Tampoco su polvo. El picante se desarrolla al añadir agua a las semillas molidas pues la combinación de humedad y rotura celular activa las enzimas que contienen y se liberan compuestos picantes. Incorporar algún líquido ácido, como vinagre, vino o zumo de limón, retarda la acción de las enzimas y suaviza el toque picante.
El calor también aplaca esos matices. En caso de pensar añadirla a una salsa o a un guiso para disfrutar de ese punto intenso, debe hacerse al final del proceso y una vez esté retirado del fuego. De lo contrario, desaparecerá todo el picante.
Fuente: El País/Buena Vida