Por Ana María Matute
El valor del queso en la alimentación del ser humano y en la historia de la gastronomía es tal, que hasta ha servido para la creación literaria. El irlandés James Joyce escribió en su obra Ulises: “El queso es el cadáver de la leche”. El horticulturista y escritor británico Edward Bunyard afirmó en alguno de sus trabajos fechado en 1937 que “el queso es la leche que ha madurado”.
Estas definiciones literarias de un producto lácteo tan popular en todo el mundo dan cuenta de su importancia. Aunque el escritor irlandés lo dice con toda crudeza, quizás porque es su estilo, no deja de ser cierto, pero la definición real se acerca más a la que diera Bunyard.
La licencia poética lo que trata de significar es que el queso es el resultado de los sólidos que forma la leche cuando envejece, y ya es sabido que este proceso ocurre con rapidez debido a sus propios componentes.
La historia del queso es bastante antigua, aunque no se sabe con certeza a quién se lo debemos. Algunos estudios señalan a los sumerios, habitantes de una región histórica del Medio Oriente, al sur de la llamada Mesopotamia. Otros apuntan que fueron los egipcios los responsables de este producto. Sin embargo, lo más probable es que su descubrimiento se haya dado en simultáneo en varias partes del mundo, pues era fácil observar que la leche se coagulaba una vez que se hacía agria.
El descubrimiento esencial, sin importar si el primero fue de leche de cabra o de oveja, es que la leche maduraba y se coagulaba a una determinada temperatura y que ese proceso comenzaba una vez que fermentaba. Lo que siguió a esta revelación es que si se retiraba todo el líquido, llamado suero, se obtenía una pasta de conservación mucho más sencilla que la del producto original. En aquellos lugares en donde la sal era asequible, se le añadió para así aumentar más la subsistencia.
El origen de los quesos duros o semiduros está en la necesidad de almacenarlos por largos períodos de tiempo para cuando el ganado produjera menos leche o para cuando las condiciones climáticas dificultaran el proceso de fabricación. Otra de las razones podría ser la necesidad de transportarlos a grandes distancias.
Existen evidencias de que fueron los monjes de la Orden de Cister los responsables de sistematizar la producción de quesos, y lo hacían en los 500 monasterios que tenían distribuidos en toda Europa. A ellos se les debe que el consumo de queso continuara sin detenerse durante la Edad Media y el Renacimiento. De aquella época hasta ahora algunos son los quesos que han sobrevivido y siguen produciéndose tal y como comenzaron. Es el caso del Roquefort o el queso manchego, que comenzó a fabricarse en el siglo IV.
En América, los nativos no tenían al queso entre sus alimentos. Los métodos de producción fueron introducidos por españoles y portugueses. Un papel importante en esta diseminación de la producción lo cumplieron los monjes y misioneros, que replicaron en tierras americanas lo que aprendieron en monasterios europeos. Las migraciones desde Italia, Francia, España, Irlanda, Reino Unido y Holanda hicieron posible que se replicaran quesos inspirados a los allá fabricados, como el Gouda, el Mozzarella o el Parmesano. También surgieron otros como producto de la fusión gastronómica de ambos mundos.