Por Miro Popić
El precursor de la Independencia quedó fascinado con el queso de Parma, la miel de Helicos de Grecia, los helados en Venecia y el café turco que tomó en Constantinopla
Francisco de Miranda vivió treinta años fuera de Venezuela y viajó por Europa y parte de América. Entre 1785 y 1789 realizó una travesía por los principales países del viejo continente, donde tuvo experiencias gastronómicas extraordinarias que dejó plasmadas en sus memorias y que serían la envidia de cualquier gourmet de hoy en día.
Lo primero que hizo en Venecia el 12 de noviembre de 1785 fue probar los helados que calificó de muy buenos, especialmente uno de marrasquino, y el famoso café italiano en plena plaza San Marcos. Sorprendido por el queso parmesano atribuye su superioridad a la calidad de los pastos con que se alimentaban las vacas en las cercanías de Parma. En Roma saboreó los famosos sorbetes de frutas del café El Arco de Carnognano y cuando llegó a Nápoles probó el vino de Falerno y comprobó que “no es como el que describe Horacio”.
En Grecia descubrió la deliciosa miel de Helicón producto de abejas alimentadas con flores de mirto y tomillo, degustó las afamadas pasas de Corinto y en Constantinopla se sorprendió con una nueva manera de tomar café, el café turco, que se bebe con el grano molido depositado en la taza, que tomó por primera vez luego de haber comido cuatro platos de carnero guisado.
En Rusia le presentan a la emperatriz Catalina II que, como él mismo escribe, lo trataba con cariño y le enviaba platos rusos regados con vino Tockay de Hungría, que costaba cada botella seis ducados. Catalina lo autorizó a usar el uniforme del ejército ruso y comparte con los soldados el rancho de la tropa, “… pan sumamente agrio y negro (dicen sin embargo que no es malsano) y unas coles frías y con sólo un poco de vinagre por todo condimento”.
En Francia visitó Marsella donde se hace asiduo visitante del Abate Raynal quien preparaba “el chocolate más delicioso que recuerde haber tomado”. A su paso por Burdeos visitó algunos chateaux en Pauillac y alguien le regaló un pequeño impreso Notice sur les vins de Bordeaux que conservó en su archivo personal, junto con otros libros que legó a la Universidad de Caracas.
Instalado en un apartamento en la calle Saint-Florentin en París, organizó reuniones y comilonas de alta gama preparadas por un famoso cocinero francés, a las que asistió hasta el propio Napoleón. “He comido ayer en casa de un hombre singular –le comentó Napoleón a Madame Permon–, le creo espía de la Corte de España y de la de Inglaterra al mismo tiempo. Vive en un piso tercero y está instalado como un sátrapa; se queja de miseria en medio de eso, y luego da comidas hechas por Méot y servidas en vajilla de plata. Allí he cenado con personas de la mayor importancia, este hombre tiene fuego sagrado en el alma”. Méot abrió luego en 1791 un restaurante en la calle Valois número 10, en París, frecuentado por Robespierrre, Saint-Just, Desmoulins, etc.
Luego de desembarcar en Coro el 3 de agosto de 1806, Miranda tuvo oportunidad de charlar con sus amigos, comentándole a Antonio Navarrete y Francisco La Bastida lo que acostumbraba comer en casa de sus padres: “Hallaca, olleta, mondongo y hallaquita con diversidad de días”, agregando con nostalgia que “hacía treinta años que no los probaba”. De nada valieron todas las exquisiteces probadas por el mundo, en su memoria gustativa seguían predominando los sabores de su infancia en Caracas.